Muchacha Punk

Muchacha Punk Rodolfo Fogwill


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“En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir ‘hice el amor’ es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que ‘hicimos’ ella y yo, no eran el amor”. Así comienza el relato que da nombre a Muchacha punk, una antología que, según encuestas y autores varios, forma parte de lo mejor de la literatura argentina. Se trata del tercer relato según el orden impuesto en la reedición de Sudamericana, pero el primero en ser publicado, en 1980. Según Fogwill, fue escrito en tres horas, una noche de diciembre de 1978. El texto le valió ganar un concurso “de una fábrica de gaseosas”, según reveló años después, por no decir de Coca-Cola.

En “Muchacha punk” las imágenes se suceden como si conformaran un collage de instantáneas, en el cual, sin embargo, predomina una reciprocidad que hace coherente lo contado. Algo similar pasa con “Japonés”, el segundo relato de la serie: una inflexión pone en tela de juicio la coherencia de la voz, no de la narrativa, que pese a todo afectará a la realidad. ¿Cómo discernir la vigilia del sueño si uno percibe con lucidez que el cambio, si existe, no acontece sobre uno? Entonces, ¿qué es lo real para el sujeto que se representa el mundo?

En “La larga risa de todos estos años”, la voz opera sobre la percepción del lector. De este modo, a Fogwill le basta dar a conocer un detalle para cambiar otra vez la apariencia de lo real. En el fondo no se trata más que de una revelación que deja en ridículo la lectura hecha en torno a un prejuicio. Quizás ésta sutil interpelación ilumine una cualidad determinante para el autor: lo narrativo no se alimenta de la historia, que puede ser una anécdota cualquiera, sino de los modos de contarla.

La oralidad es una clave en “Muchacha punk”. En varios pasajes, el narrador transcribe al español diálogos en inglés, respetando la sintaxis de origen. Pero esta relación de dominio y adecuación que se establece con el lenguaje es sumamente impropia. La traducción arroja un manto de oscuridad sobre aquello que por haber sido evocado llegó a surgir a la luz de las palabras, pero que en la traducción habrá de ser tergiversado, mientras que aquello que el lenguaje había aprehendido en su decir original termina diluyéndose en el malentendido: “¿Cuál es el problema con tú? --me preguntó en inglés-- ¿Qué eres tú pensando?”. Fogwill apela a la ironía: “al promediar eso (¿el amor?) se largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: “’Ai camin, ai camin, ai camin’, gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos ‘ai voi, ai voi, ai voi’ de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas”.

En “Dos hilitos de sangre” esa preocupación por el habla recuerda que enunciación no significa objeto cuando un par de interlocutores viran de un dialogo inicial, o de compromiso, a otro plagado de equívocos, omisiones y burlas encubiertas. En “Canto de marinero de las pampas”, tomando elementos de distintas lenguas, se crea una suma que excede a las partes. El proyecto de unificar los discursos más diversos que puedan tener lugar en medio del mar, lejos de las grandes sociedades, es de por sí ambicioso. Ésta parecería ser la resolución a la problemática de los diálogos en la literatura: la lengua más verosímil es una lengua inventada.

“La liberación de unas mujeres” sin duda es la historia de una fuga, pero acaso también sea una alegoría sobre lo que puede y no puede decirse.

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