EL HOMBRE que vamos a presentar en estas páginas es de aquellos que nos obligan a poner en tensión todas nuestras fuerzas intelectuales y afectivas. Estas últimas son desde luego las primeras en acudir, porque la persona de José Martí (Cuba, 1853-1895), excepcionalmente dotada del don de conmover y mejorar, se nos entra en el alma mucho antes de que hayamos podido comprender a cabalidad la trascendencia de su obra.
Cierto que su persona viva, tal como la conocieron directamente los que gozaron de ese privilegio y como se transparenta y perpetúa en la encarnación de su verbo escrito, es en definitiva la más profunda obra que nos dejó. Para acercarnos a ella, no sólo por las vías del deslumbramiento y el amor, que serán siempre esenciales, sino también por las sendas del análisis histórico y crítico, nos vemos gustosamente forzados a recorrer muchas dimensiones de la realidad: tantas, que el hecho mismo de ese periplo va revelando la magnitud de un hombre cuyo mayor secreto fue la insólita completez de sus capacidades.
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